El médico me dijo que lo que tenía era el "síndrome crónico de cara de tonto". Que era un caso bastante extraño aunque en las grandes urbes de Europa cada vez más personas aparecían con síntomas similares.
- Y… ¿no hay nada que pueda hacer? ¿Algún tratamiento efectivo o algo que por lo menos atenúe estas manifestaciones tan evidentes de mi enfermedad? ¡Tiene que haber ya algo!
- Lo siento… pero aún se está investigando el origen, la causa de lo que usted padece… lo único que puedo hacer es proporcionarle un par de direcciones donde podrán ayudarle… Desde luego yo, no me atrevo a recetarle ningún medicamento, no sea que vaya a perjudicarle y acentuar los signos externos… - me dijo mientras me parecía que intentaba aguantarse una risilla nerviosa.
Salí de la consulta con la evidencia de mi dolencia en la cara. Deambulé por las calles sin rumbo fijo, con la cabeza casi vacía, sintiendo cómo se me iban escapando como pájaros los últimos pensamientos que me quedaban. Mis pasos me llevaron hasta una pared en la que había un gran espejo devolviéndome una imagen desconocida: una mujer con la mayor cara de tonta que había visto jamás, con dos lagrimones resbalando por sus mejillas y la mirada extraviada en una nebulosa gris.
Me fui de allí corriendo, con el horror de saber que estaba desapareciendo, buscando encontrar mi reflejo en las vitrinas de los escaparates, asomándome a los retrovisores de los coches. Alguien que no era yo se había vestido sobre mí de pies a cabeza. Era el espanto y la angustia de estar sin ser…
Me he perdido. Tengo la certeza de que no soy la única porque en mi camino solo me cruzo con seres extraños con tal cara de tontos que, al mirarlos, no puedo parar de reír en convulsiones y echo a correr soltando carcajadas absurdas que se quedan pegadas en las esquinas de las calles que doblo y que se confunden con las risotadas nerviosas y crispadas de los demás.