Hay un hombre muerto en la playa.
Los que pasan, miran y fuman. Se paran y se
asoman al circo de la muerte. En el agua, hombres-pájaro, hombres-pez, que
saltan las olas y no ven, no quieren ver nada.
Es que hay un hombre en la playa que acaba de
morirse.
Mujeres cierran los ojos al sol y se untan el
cuerpo entero de aceite que huele a coco. Beben cervezas frías, se ríen y regalan
miradas de deseo. El aire huele a sardinas y a la bayeta que moja las mesas de
plástico del chiringuito.
Pero hay un hombre en la playa que se ha muerto
y lo cubre una sábana blanca como la espuma del mar.
Nadie dice nada. Todos siguen las huellas de
otros en la arena de la orilla. Nadie pregunta cómo se llamaba el muerto, ni si
le gustaba el vino, si alguna vez había estado en La Manga o si fumaba Ducados
en la cama. Ni siquiera si quería seguir viviendo.
Y, como si nada, hay un hombre muerto, muy
muerto y muy solo, en la playa, clavado en un ataúd de tierra sin tapa.