lunes, 15 de diciembre de 2014

SEÑALES



Aquel bigotito fino engominado de puntas rizadas le delataba. También su voz de escarcha y su mirada verde de camaleón. Yo sabía que me estaba regalando flores de humo. Fui haciendo un ramo gigantesco que no abarcaban mis brazos ni aún poniéndome extensiones. Un día me lo llevé a casa, busqué un buen jarrón chino para ponerlas todas, mirarlas y pensar: “Esta me la dio aquel día que me manché de mermelada los zapatos... Esta otra me la puso en el pelo cuando nos bajamos de la montaña rusa... Aquella de allí es la que me encontré aplastada y pegada a la guía telefónica...” Lo que no me había imaginado era que las flores de humo se disuelven en el agua. Me quedé con las manos abiertas en un gesto absurdo que sujetaba nada, mirando un jarrón con dibujos preciosos de originales dragones chinos, que me hizo no más darme cuenta de lo vacío que se quedaba. Bajé entonces corriendo al bazar de los vietnamitas y compré unas flores de pascua de plástico espolvoreadas con purpurina dorada, que quedaron, eso sí, espectaculares en aquel florero asiático.


Aquel bigote no lo volví a ver más. Se había desvanecido en una voluta de humo de tabaco que alcancé a ver justo a tiempo para poder leer su última palabra: