De nuevo me subo por las paredes gracias al gran artista y persona Salvador Lavado. ¡Un placer inmenso!
Detrás del cristal pego todos mis reflejos.
Son de mercurio que se derrite y resbala por azulejos y baldosas en bolitas
imposibles de sujetar con los dedos.
“Así soy yo”, le dije el primer día, “Si me
intentas atrapar en tu red de pescador de agua dulce, desaparezco y soy otra”.
El segundo día quiso guardarme en una caja de
música, pero el vals de los cisnes no está hecho para mí.
El tercer intento llega ahora. Voy a probar a
dejarme enredar entre las plumas de sus alas. Le he visto acercarse provocando
escalofríos en mi piel de azogue, con los colores chillones de pavo real que ahora
luce y esa voz de atardecer que hace que no quiera volver a cambiarme de
sombrero.
Mi último reflejo no es de mercurio; es de
carne y hueso, y huele a mar.